Hay libros que no envejecen. No porque sean inmortales, sino porque el sistema que critican siempre encuentra la forma de actualizarse, como un villano que cambia de peinado pero sigue siendo el mismo.
Hace poco terminé Modos de ver de John Berger… y mientras lo leía pensaba:
“¿Pero este tipo estaba hablando de Rubens o de Instagram Stories?”

Cuando Berger lo escribió, no existían los smartphones, las redes, la publicidad hipersegmentada, los filtros, los algoritmos.
Nada.
Y aun así, sus ideas encajan perfecto con lo que vivimos hoy.
Es como si hubiese descrito la estructura antes de que existiera la tecnología para explotarla.

Acompañame:
vamos a ver cómo el arte europeo funcionaba como el feed exclusivo de los ricos, cómo los cuerpos femeninos fueron moldeados para complacer miradas ajenas, cómo la publicidad heredó esos trucos para vender deseos,y cómo todo eso mutó en lo que tenemos hoy:

una fábrica de dopamina donde el algoritmo decide no solo qué vemos…sino qué creemos que nos gusta.


1. El arte europeo: la galería privada del 1% antes de que existiera el 1%

La historia del arte occidental no es la épica romántica de genios sensibles iluminados por las musas. Nah. Es, en gran parte, una fila interminable de ricos diciendo: “Pintame todo lo que tengo así todos saben que lo tengo.” Antes de las palabras está la visión, dice Berger. Pero esa visión nunca fue inocente: fue enseñada, moldeada y financiada por quienes podían pagarla. Cada cuadro que hoy vemos en un museo nació como un mensaje crudo de propiedad, clase y control.

El retrato, ese símbolo de prestigio, no buscaba profundidad sino precio: joyas, telas importadas, poses rígidas… LinkedIn con óleo. No mostraba al sujeto, mostraba lo que el sujeto poseía. Era una forma elegante de decir: “Mirá todo esto que yo tengo y vos no.” El bodegón funcionaba igual: manzanas brillantes, copas carísimas y objetos tan delicados que jamás tocarías. Un catálogo de lujo eterno, un “mirá mi inventario” del siglo XVII. La exhibición silenciosa del capital, pintada a mano durante meses.


2. El cuerpo femenino: visto, deseado y silenciado desde siempre

En la tradición europea, la mujer no aparece como sujeto sino como superficie: “los hombres actúan; las mujeres aparecen”. El cuerpo femenino se transformó en un “nude”: no una persona desnuda, sino una imagen preparada para ser vista, evaluada y poseída simbólicamente. La mujer aprendió a verse a sí misma desde afuera, desde un observador imaginario que regula su valor. Es una forma de control suave pero eficaz: dominar la mirada es dominar el comportamiento.

Lo inquietante es que este sistema no desapareció. La publicidad heredó esa lógica y las redes sociales la multiplicaron. Hoy la mirada no es de un aristócrata, sino de miles de desconocidos y algoritmos que definen belleza, éxito y deseo a través de métricas. La misma estructura que Berger analizaba en los salones privados ahora vive en cada timeline, en cada foto filtrada, en cada gesto optimizado para likes.

La continuidad es clara: lo que antes legitimaba el poder de unos pocos, hoy alimenta el mercado global de la atención. La pregunta ya no es qué vemos, sino quién decide cómo debemos vernos.


3. La publicidad: el heredero oficial del arte de hacerte sentir insuficiente

Vivimos rodeados de imágenes publicitarias. No las elegimos: simplemente aparecen. Son tan constantes que se vuelven clima, paisaje. Pero aunque están en el presente, nunca hablan del presente: siempre venden un después, una versión mejorada de vos mismo que nunca llega.

La publicidad no compite entre sí: todo el sistema empuja la misma idea
“Comprá algo más y tu vida será mejor.”
Pero ese “mejor” no es placer real: es ser envidiable, tener la felicidad que otros miran desde afuera.

Por eso la fórmula es siempre la misma:

  1. Mostrar gente transformada.

  2. Suponer que otros la envidian.

  3. Hacer que vos quieras esa envidia.

Eso es el glamour:
no es belleza, ni lujo, ni placer,
es felicidad medida por los ojos de los demás.

Para que eso funcione, la publicidad necesita un lenguaje que ya tenga autoridad y prestigio. Por eso recicla la estética de la pintura al óleo:

  • poses míticas

  • gestos teatrales

  • cuerpos idealizados

  • objetos que brillan con “valor”

  • la promesa de pertenecer a otro mundo

El óleo celebraba lo que el dueño ya tenía.
La publicidad celebra lo que te falta.

En un mundo donde el trabajo es repetitivo y el tiempo propio escaso, la publicidad opera sobre una herida abierta: el sentir que nunca somos suficientes. Entonces vende fantasías que encajan perfecto con ese hueco.

El resultado:
una vida en presente chato, compensada por un futuro imaginario que siempre se corre un paso más adelante.


4. Del óleo a la IA: el algoritmo como nuevo mecenas

Acá empieza lo picante.

Antes, las imágenes que existían las decidía un tipo con mucha plata.
Un rey, un noble, un ricachón que decía:
“Pintame todo lo que tengo así todos ven lo importante que soy.”

Hoy esa decisión no la toma una persona:
la toma un algoritmo invisible programado para una sola cosa:
que sigas scrolleando aunque no te quede una neurona despierta.

El algoritmo es el nuevo rey.

Antes: “Pintame más frutas.”
Ahora: “Mostrame más videos iguales a los que este usuario vio a las 2am cuando estaba triste o aburrido.”

Así funciona la nueva máquina de ver.

La belleza ya no la inventa un artista.
No hay mirada humana, no hay experiencia, no hay emoción.
Ahora la generan modelos estadísticos:
caras perfectas, cuerpos imposibles, sonrisas que no existen en ninguna persona real.
Todo hecho con un par de prompts y una computadora caliente.

Y encima, ahora la mirada tiene numerito.

Likes, reproducciones, alcance.
Antes la aristocracia tenía castillos.
Nosotros tenemos un contador en la pantalla que nos dice si hoy gustamos o no.
Si valemos algo para los demás o si quedamos invisibles.

Los objetos antes se pintaban para mostrar poder.
Ahora se inventan con IA para mostrarnos “la vida que podríamos tener”.
Antes: “Pintame mi casita de verano.”
Ahora: “Generame una mega mansión futurista donde yo parezca un influencer nórdico.”

La fantasía llegó a un nivel absurdo:
ya ni siquiera hace falta tener algo para mostrarlo. Basta con simularlo.

Lo que antes era propaganda del poder, después fue propaganda del consumo,
y ahora es propaganda del algoritmo: una máquina que te conoce, te estudia y te sirve exactamente lo que te mantiene pegado.

No te pregunta qué querés ver.
Te pregunta qué te hace quedarte.
Y eso es muchísimo más peligroso.

Porque en esta versión del juego,
las imágenes no solo las miramos…
también nos manejan.


Conclusión: ver es político, aunque no te guste la política

Berger decía que ver está condicionado por lo que sabemos.
En 2025, habría agregado:
“y por lo que el algoritmo quiere que deseemos.”

Porque si antes nuestra mirada estaba moldeada por la educación, la moral o la religión, hoy está moldeada por algo mucho más silencioso y mucho más íntimo: una secuencia de datos que aprende de nosotros más rápido de lo que nosotros aprendemos de nosotros mismos.

El arte clásico era propaganda del poder:
reyes, nobles, mercaderes adinerados que necesitaban eternizar su dominio en óleo y oro.

La publicidad fue la propaganda del consumo:
una fábrica de deseos permanentes diseñada para que nunca estés completo.

La IA es la nueva propaganda del algoritmo:
una fuerza sin rostro que decide qué es “bello”, qué es “viral”, qué es “útil”, qué merece existir y qué no.
Y lo hace con una autoridad que ya no proviene del prestigio ni del dinero, sino de algo todavía más peligroso: la eficiencia.

No te convence.Te predice.

No te seduce. Te modela.

No te muestra lo que vos querés.
Te muestra lo que es más probable que te haga seguir mirando.

En este nuevo paisaje, ya no miramos imágenes:
las imágenes nos miran a nosotros.
Nos estudian, nos clasifican, nos optimizan.

Y lo más inquietante: muchas de las imágenes ya no fueron creadas por personas, sino por sistemas que aprendieron a generar “deseabilidad” estadística. Rostros perfectos sin historia. Cuerpos sin vida. Mundos sin conflicto.
La estética del algoritmo le teme a lo real:
lo ambiguo, lo contradictorio, lo humano.

Si el óleo celebraba lo que el poder ya tenía,
y la publicidad celebraba lo que a vos te faltaba,
la IA celebra lo que los datos dicen que debería gustarte, aunque jamás lo hayas elegido.

Es el último giro de la historia de la mirada:
primero obedecimos a los reyes,
después al mercado,
y ahora obedecemos a un patrón invisible que no sabemos si entiende algo
o si simplemente calcula.

Y sin embargo, ahí está, dictando las nuevas reglas del deseo.

Yonpol – Con ayudita de Chat Gpt (vamos a usarla para algo piola)